21 Jun el camino es el destino…
▸ INTRODUCCIÓN
Disfruta la história de Elena Vázquez, nuestra protagonista, a través de un viaje introspectivo por el Camino de Santiago en Gran Canaria. Una miniserie en 3 capítulos durante los cuáles Elena te descubrirá sus experiencias en Gran Canaria y otras islas del archipiélago mientras prosigue su peregrinaje por El Hierro y Lanzarote
▸ Incluye
1. capítulo: GRAN CANARIA

▸ Las motivaciones de Elena
Elena Vázquez había perdido la cuenta de las noches que pasó despierta en su apartamento de Barcelona, contemplando el reflejo de las luces de la ciudad en el cristal de la ventana. A los cuarenta y dos años, su vida se había convertido en una sucesión de rutinas que la asfixiaban: el trabajo en la consultoría, las reuniones interminables, los fines de semana que se desvanecían entre el cansancio y la soledad. La muerte súbita de su madre seis meses atrás había sido el catalizador de una crisis que llevaba años gestándose en silencio.
Fue en una tarde de noviembre, mientras vaciaba los cajones del escritorio de su madre, cuando encontró el folleto arrugado de el Camino de Santiago de Gran Canaria. Las páginas amarillentas mostraban senderos serpenteantes entre barrancos y pueblos blancos, con el océano Atlántico como telón de fondo. En el margen, reconoció la letra de su madre: “Para cuando necesites encontrarte contigo misma”.
La ironía no se le escapó. Su madre, que había pasado toda su vida sin salir de Cataluña, le había dejado como herencia un mapa hacia lo desconocido y le había señalado el camino a seguir.
Su llegada a Gran Canaria ◂
El avión descendió hacia Gran Canaria en una mañana de enero cristalina. Elena presionó su rostro contra la ventanilla, observando cómo la isla emergía del océano como una promesa tallada en roca volcánica. El contraste era absoluto: había dejado atrás el frío gris de Barcelona para sumergirse en una luz dorada que parecía emanar de la propia tierra.
En el aeropuerto, mientras esperaba su equipaje, se sintió repentinamente vulnerable. No había reservado hoteles, desconocía el camino y carecía de un itinerario. Solo llevaba una mochila con lo esencial y una copia del folleto de su madre, ahora protegido en una funda de plástico como si fuera un talismán.
El taxista que la llevó hasta Maspalomas era un hombre mayor de piel curtida por el sol y manos que hablaban tanto como su voz.
▸ ¿Primera vez en la isla? —le preguntó, estudiándola por el retrovisor.
▸ Sí —respondió Elena— Vengo a hacer el Camino de Santiago.
El hombre asintió con gravedad, como si hubiera reconocido algo familiar en su tono.
▸ Ah, el Camino de aquí no es como el del norte. Aquí la tierra te habla diferente. Más directo, ¿sabe? Sin tantos rodeos.
▸ Los primeros pasos
Elena comenzó el camino al amanecer del siguiente día, caminando desde la dunas de Maspalomas hacia Santiago de Tunte. El aire matutino llevaba el aroma de la retama y el sonido lejano del océano. Sus botas nuevas crujían contra el sendero de tierra volcánica, y cada paso de el camino parecía alejarla un poco más de la mujer que había sido.

El primer tramo la llevó a través de barrancos que se abrían como heridas en la tierra, revelando estratos de historia geológica. Caminaba sola, pero no se sentía sola. La isla parecía acompañarla con sus sonidos: el viento entre las palmeras, el eco de sus pasos en los senderos de piedra, el murmullo constante del mar que se filtraba a través de las montañas.

En Fataga, se detuvo en una pequeña pensión regentada por una mujer llamada Carmen, cuyas manos ásperas contrastaban con la suavidad de su voz. Durante la cena, compartieron una conversación que flotaba entre el castellano y algunas palabras en guanche que Carmen había aprendido de su abuela.
▸ ¿Qué la trae por aquí? — preguntó Carmen, sirviendo un guiso de cabra que olía a laurel y comino.
Elena vaciló. La pregunta era simple, pero la respuesta se le antojaba un territorio inexplorado.
▸Estoy buscando algo —dijo finalmente—. Aunque no sé muy bien qué.
Carmen sonrió con una sabiduría que parecía heredada de generaciones de mujeres que habían aprendido a leer los corazones rotos.
▸El Camino tiene esa maña. Te hace empezar buscando una cosa y terminar encontrando otra completamente diferente.
La Revelación ◂
Fue en el tercer día, mientras ascendía hacia Tejeda, cuando Elena sintió que algo se quebraba dentro de ella. El sendero se había vuelto más empinado, y sus piernas, no acostumbradas al esfuerzo, protestaban con cada paso. Se detuvo en un mirador natural, jadeando, y se sentó en una roca que irradiaba el calor acumulado del día anterior.
Frente a ella se extendía un paisaje que parecía esculpido por los dioses: el Roque Nublo se alzaba como un centinela de piedra contra un cielo que transitaba del azul al violeta. Era hermoso, pero esa belleza tenía algo de desolador, como si le recordara su propia insignificancia.

Fue entonces cuando comenzó a llorar. Las lágrimas brotaron sin aviso, arrastrando consigo años de emociones contenidas. Lloró por su madre, por las conversaciones que nunca tuvieron, por los sueños que había enterrado bajo capas de responsabilidad y miedo. Lloró por la mujer que había sido y por la que temía no llegar a ser nunca.
Un grupo de cabras apareció en el camino, observándola con esa curiosidad impasible que tienen los animales ante el sufrimiento humano. Una de ellas, más atrevida, se acercó y la olisqueó con delicadeza. Elena extendió la mano y acarició su cabeza peluda, sintiendo por primera vez en meses una conexión genuina con otro ser vivo.
▸Hola, preciosa —murmuró, y su voz sonó extraña después del silencio de los días anteriores.
La cabra la miró con ojos dorados que parecían contener una sabiduría ancestral, y Elena tuvo la sensación absurda pero reconfortante de que la estaba consolando.
▸ El Encuentro

En Tejeda conoció a Amara, una mujer de edad similar que había llegado desde Senegal cinco años atrás y que ahora regentaba un pequeño café en la plaza del pueblo. Amara tenía esa gracia natural de quienes han aprendido a hacer hogar en cualquier lugar, y sus historias fluían como un río que hubiera recogido sedimentos de muchas culturas diferentes.
▸Yo también vine aquí buscando —le confió Amara mientras le servía un café que sabía a cardamomo y esperanza—. Dejé mi país porque pensé que en Europa encontraría una vida mejor. Pero lo que encontré fue diferente. No mejor ni peor, solo diferente.
Elena la escuchaba mientras observaba las manos de Amara, que se movían con precisión al preparar un té que olía a hierbas desconocidas.
▸¿Te arrepientes? —preguntó Elena.
Amara reflexionó, removiendo el té con una cucharilla que tintineaba suavemente contra la porcelana.
▸No se trata de arrepentirse. Se trata de entender que cada decisión te lleva a un lugar diferente, y en cada lugar puedes elegir ser feliz o no. Yo elegí ser feliz aquí, con lo que tengo, con lo que soy ahora.
Esa noche, Elena escribió en su diario por primera vez en años. Las palabras fluyeron torpemente al principio, como un idioma medio olvidado, pero gradualmente encontraron su ritmo. Escribió sobre la sensación de la piedra volcánica bajo sus pies, sobre el sabor salado del aire, sobre la manera en que el camino y el silencio de la isla parecían amplificar los sonidos de su propio corazón.
La Transformación ◂
Los días siguientes se sucedieron en una cadencia que Elena no había experimentado desde la infancia. Despertaba con el sol, caminaba hasta que sus piernas se lo permitían, comía cuando tenía hambre, dormía cuando llegaba la noche. Su teléfono móvil permanecía apagado en el fondo de la mochila, y por primera vez en años no sentía la urgencia de estar conectada con el mundo exterior.
En Artenara, el pueblo más alto de la isla, se alojó en una casa cueva que había sido excavada en la roca volcánica. La mujer que la recibió, Dolores, tenía más de ochenta años y una lucidez que contrastaba con la fragilidad de su cuerpo.

▸Esta casa la hizo mi bisabuelo con sus propias manos —le explicó mientras le mostraba los frescos religiosos pintados en las paredes de piedra—. Aquí nacieron cuatro generaciones de mi familia. Las paredes han visto de todo: bodas, velorios, nacimientos, despedidas.
Elena se sintió envuelta por esa historia, como si las piedras mismas irradiaran memoria. Esa noche, acostada en una cama que había acogido a tantas generaciones antes que ella, tuvo sueños vividos en los que caminaba por senderos que se extendían no solo a través del espacio, sino también del tiempo.
▸ El Camino final
El último tramo de El Camino la llevó de vuelta hacia la costa, a través de barrancos que descendían hacia el mar como cicatrices verdes en la piel de la tierra. Elena había perdido peso, su piel había adquirido un tono dorado, y sus ojos habían desarrollado esa capacidad de mirar a la distancia que tienen quienes han pasado días contemplando horizontes.

Pero el cambio más profundo era invisible. Algo dentro de ella se había aquietado, como si hubiera encontrado un centro de gravedad que no sabía que había perdido.
En el último día, llegó a la ermita de Santiago, cerca de Gáldar, donde había decidido concluir su peregrinación. Era una construcción sencilla, blanqueada por el sol, con una campana que repicaba suavemente mecida por el viento del océano.
Se sentó en los escalones de piedra y sacó el folleto de su madre, ahora amarillento y desgastado por el uso. Entre sus páginas había escondido una carta que había encontrado en el cajón del escritorio, con su nombre escrito en la caligrafía familiar.

“Querida Elena“, comenzaba la carta, “si estás leyendo esto, significa que has encontrado el folleto y has tenido el valor de seguir el camino. Siempre supe que eras más valiente de lo que creías, aunque tú no lo supieras. He vivido una vida plena, pero mi mayor pena es no haberte enseñado que la felicidad no es algo que se conquista, sino algo que se permite. Espero que el camino te ayude a encontrar esa sabiduría que a mí me llevó tanto tiempo aprender. Con todo mi amor, mamá.”
Elena lloró de nuevo, pero estas lágrimas eran diferentes. No llevaban el peso del dolor, sino la ligereza del alivio. Su madre, incluso en la muerte, había encontrado la manera de acompañarla en el viaje más importante de su vida.
El Regreso ◂

Cuando el avión despegó de Las Palmas una semana después, Elena miró por la ventanilla y vio la isla empequeñecerse hasta convertirse en una mancha de verde y oro sobre el azul del océano. Pero sabía que se llevaba algo de esa tierra en el corazón, algo que cambiaría para siempre la manera en que habitaría el mundo.
De vuelta en Barcelona, su apartamento le pareció extraño, como si perteneciera a otra persona. Los muebles estaban en el mismo lugar, pero todo se veía diferente bajo su nueva mirada. Encendió el teléfono y vio docenas de mensajes de trabajo acumulados, pero por primera vez en años no sintió la urgencia de responder inmediatamente.
▸El Nuevo Comienzo
Elena se sirvió un té, se sentó junto a la ventana y comenzó a escribir. No sabía exactamente qué estaba escribiendo —tal vez un libro, tal vez solo un diario extendido— pero las palabras fluían con una facilidad que no había experimentado desde la juventud.
Escribió sobre el sonido de sus pasos en los senderos volcánicos, sobre el sabor del aire salado, sobre las conversaciones con desconocidos que se habían convertido en maestros. Escribió sobre su madre y sobre el perdón, sobre la soledad y sobre el descubrimiento de que estar sola no era lo mismo que estar vacía.
Tres meses después, Elena presentó su renuncia en la consultoría. Sus colegas la miraron con una mezcla de admiración y preocupación, como si hubiera anunciado que se unía a un circo. Pero ella había aprendido en las montañas de Gran Canaria que el miedo de otros a menudo es el reflejo de sus propios sueños no cumplidos.
Con el dinero ahorrado, Elena abrió un pequeño café en el barrio de Gràcia, un lugar donde servía té con cardamomo como el que había aprendido a preparar con Amara, y donde las paredes exhibían fotografías de paisajes canarios que ella misma había tomado durante su peregrinación.

El café se convirtió en un punto de encuentro para viajeros y soñadores, para gente que buscaba algo más que una simple bebida caliente. Elena había aprendido a reconocer esa mirada en los ojos de sus clientes, la misma que ella había llevado durante años sin saberlo: la mirada de quien busca un camino de regreso a sí mismo.
Epílogo◂
Un año después, Elena recibió una postal desde Senegal. Era de Amara, que había regresado a su país natal para cuidar de su madre enferma. En la postal, que mostraba un mercado lleno de colores y especias, Amara había escrito: “El camino continúa, querida amiga. Cada lugar donde plantamos los pies con amor se convierte en hogar.“
Elena sonrió y colocó la postal en el marco del espejo de su café, junto a una fotografía del Roque Nublo y una ramita seca de retama que había conservado de su viaje. Cada objeto era un recordatorio de que había aprendido a caminar no solo con los pies, sino con el corazón abierto.
Por las tardes, cuando el sol se filtraba a través de las ventanas del café creando patrones de luz dorada en las paredes, Elena a veces cerraba los ojos y podía escuchar el eco lejano del océano Atlántico, recordándole que hay caminos que, una vez recorridos, se convierten en parte de nosotros para siempre.
El Camino de Santiago de Gran Canaria le había enseñado que no todos los peregrinajes llevan a destinos sagrados marcados en los mapas. A veces, el destino más sagrado es el reencuentro con la persona que siempre fuimos, pero que habíamos olvidado bajo las capas de lo que creíamos que debíamos ser.
Y Elena, mientras preparaba otro té con cardamomo para un cliente que tenía esa mirada familiar en los ojos, sabía que su verdadero camino apenas había comenzado.
¿ SABER MÁS ?
Te ayudamos a organizar tu Camino de Santiago en Gran Canaria
Escríbenos !
▸ Incluye
▸ INTRODUCCIÓN
En este nuevo capítulo Elena descubre la Isla del Silencio y la capacidad de encontrar quietud interior y aprender el “idioma del silencio” a través de su experiencia en la isla más remota y tranquila del archipiélago.
2. capítulo: EL HIERRO

▸ Llegando a La Isla del Silencio
Elena había regresado a las Canarias seis meses después de su primera experiencia en Gran Canaria. Su café en Barcelona florecía, pero algo en su interior le susurraba que su peregrinación no había terminado. Esta vez había elegido El Hierro, la más pequeña y remota de las islas, conocida como el fin del mundo conocido por los antiguos.
El ferry desde Tenerife navegaba a través de aguas que parecían absorber la luz del atardecer. Elena se apoyó en la barandilla, sintiendo el viento salado acariciar su rostro. A sus cuarenta y tres años, había aprendido a escuchar esas llamadas interiores que antes había ignorado. El Hierro la había estado llamando desde que leyó sobre la isla en una guía de viajes, descrita como “el lugar donde el tiempo se detiene”.
La llegada al puerto de La Estaca fue como descender a un mundo paralelo. La isla se alzaba ante ella como una fortaleza de basalto negro, cubierta de una vegetación tan verde que parecía irreal. No había multitudes, ni prisas, ni ruido urbano. Solo el susurro del viento entre los pinos y el eco lejano de las olas contra los acantilados.
Su primera noche la pasó en Valverde, la capital más pequeña de todas las Canarias, donde el silencio tenía una calidad casi tangible. En la pensión familiar donde se alojó, la propietaria, una mujer llamada Esperanza con manos curtidas por años de trabajo en el campo, le sirvió una cena de lentejas con chorizo mientras le contaba historias de la isla.
▸Aquí el tiempo funciona diferente — le explicó Esperanza, llenando su vaso con vino local que sabía a tierra volcánica—. La gente viene buscando prisa y se va llevándose paciencia.
Elena sonrió, reconociendo la sabiduría sencilla que había aprendido a valorar en sus viajes. Esa noche, mientras escuchaba el silencio profundo que envolvía la isla, sintió que algo en su interior comenzaba a aquietarse de una manera que no había experimentado ni siquiera en Gran Canaria.
Al amanecer, comenzó el camino hacia el Santuario de la Virgen de los Reyes, siguiendo senderos que serpenteaban entre bosques de laurisilva que parecían sacados de un cuento de hadas. La niebla matutina se filtraba entre los árboles creando catedrales de luz, y cada paso resonaba en el silencio como una oración involuntaria.
En Las Casas, un pueblo que parecía suspendido en el tiempo, conoció a Benito, un pastor de ochenta años que había pasado toda su vida cuidando cabras en los pastos altos. Sus ojos azules contrastaban con su piel curtida por el sol, y hablaba con la cadencia pausada de quien ha aprendido que las palabras, como las piedras, deben colocarse con cuidado.
▸¿De dónde viene, señora? —le preguntó mientras compartían un descanso bajo la sombra de un pino canario centenario.
▸De Barcelona, pero originalmente estoy haciendo una especie de peregrinación por el camino de Canarias —respondió Elena, sorprendiéndose de lo natural que sonaba esa descripción.
▸Ah, una buscadora. Aquí vienen muchas. El Hierro tiene esa maña de llamar a la gente que necesita encontrar silencio. ¿Sabe por qué?
Elena negó con la cabeza, intrigada.
▸Porque aquí todavía se puede escuchar. No el ruido de fuera, sino el de dentro. Y cuando una persona aprende a escuchar el ruido de dentro, ya no necesita tanto el de fuera.
Las palabras de Benito la acompañaron durante todo el camino. Mientras seguía su ruta por senderos que parecían diseñados por la propia naturaleza, Elena comenzó a experimentar una forma de silencio que no había conocido antes. No era la ausencia de sonido, sino la presencia de algo más profundo: una quietud que parecía emanar de la propia tierra.
Benito asintió como si hubiera escuchado esa historia cientos de veces.

En Frontera, se detuvo en una casa rural regentada por una pareja alemana, Klaus y Ingrid, que habían llegado a la isla veinte años atrás buscando una vida más sencilla. Klaus era un ex-ingeniero que ahora cultivaba viñas en las laderas volcánicas, e Ingrid había cambiado una carrera en finanzas por la elaboración de quesos artesanales.
▸Al principio fue muy difícil —le confió Ingrid mientras le mostraba su pequeña quesería—. Veníamos de Múnich, acostumbrados al ruido constante, a la eficiencia, a la productividad medida en minutos. Aquí tuvimos que aprender un idioma completamente nuevo: el idioma de la paciencia.
Klaus se unió a la conversación, con las manos manchadas de tierra de su trabajo en las viñas.
▸El primer año casi nos volvemos locos. No entendíamos cómo la gente podía vivir tan despacio. Pero gradualmente nos dimos cuenta de que no era lentitud, era profundidad. Aquí se hace menos, pero se vive más.
Esa tarde, Elena ayudó a Klaus en las viñas, sintiendo el sol en su espalda y la tierra húmeda entre sus dedos. Era un trabajo físico que requería atención, pero no prisa. Cada cepa necesitaba ser examinada individualmente, cada racimo de uvas merecía consideración. Era una metáfora perfecta de lo que estaba aprendiendo sobre la vida.
Durante la cena, que consistió en queso fresco de Ingrid, vino de Klaus y pan casero, Elena se sintió parte de una comunidad que había elegido conscientemente la simplicidad sobre la complejidad. La conversación fluyó en alemán, inglés y español, mezclándose naturalmente como los sabores de la comida.
▸ ¿Qué vas a hacer cuando termines tu viaje por las islas? —le preguntó Ingrid.
Elena reflexionó mientras observaba las estrellas que brillaban con una intensidad imposible en Barcelona.
▸No lo sé. Creo que esa es precisamente la lección. Durante años planifiqué cada minuto de mi vida, y me perdí completamente. Ahora estoy aprendiendo a confiar en el no saber.
Klaus levantó su copa de vino en un brindis
▸Por el no saber. La única sabiduría verdadera.
▸ Peregrinando hacia la Ermita

Los días siguientes Elena siguió su peregrinación por el camino que cruza la cumbre, el Camino de La Virgen, una ruta que cada 4 años miles de peregrinos llegados de toda Canarias realizan en procesión con la imagen de la virgen a cuestas. El camino la llevó por La Dehesa, donde las sabinas fueron esculpidas por un viento feroz a lo largo de los siglos hasta adquirir sus peculiares formas fantasmagóricas. Y culminó su peregrinaje en el remoto Faro de Orchilla, donde antiguamente se creía que terminaba el mundo conocido.
Pero fue en Charco Azul, unas exquisitas piscinas naturales junto al mar, donde Elena experimentó el momento más profundo de su estancia en El Hierro. Se había levantado antes del amanecer para hacer el camino en soledad, buscando ese encuentro íntimo con el paisaje que había aprendido a valorar.
Con expresión contemplativa, Elena se sentó en una roca, cerró los ojos y simplemente escuchó. El susurro del mar y del viento entre las rocas, el canto lejano de un cernícalo. Pero por debajo de todos estos sonidos, algo más: un silencio que no era vacío, sino lleno de posibilidades.
Por primera vez en su vida adulta, Elena experimentó lo que los místicos llaman “la presencia”. No era una experiencia religiosa en el sentido convencional, sino algo más fundamental: la sensación de estar completamente presente en el momento, sin pasado que lamentar ni futuro que temer.
Permaneció así durante horas, perdiendo la noción del tiempo. Cuando finalmente abrió los ojos, el sol estaba alto y su comprensión del mundo había cambiado sutilmente. No podía explicar exactamente qué había ocurrido, pero sabía que algo se había sanado en su interior.
▸ La despedida
En su última noche en El Hierro, Esperanza le preparó una cena de despedida. Mientras saboreaban un postre casero, Elena intentó expresar lo que había experimentado en la isla.
▸Es como si hubiera aprendido un idioma nuevo —le dijo—. El idioma del silencio. Y ahora que lo conozco, no sé cómo pude vivir tanto tiempo sin él.
Esperanza sonrió con esa sabiduría tranquila que parecía caracterizar a los habitantes de la isla.
▸El silencio siempre estuvo ahí, mija. Solo tenías que aprender a escucharlo. Y ahora que lo sabes, lo llevarás contigo a donde vayas.
Cuando el ferry se alejó del puerto de La Estaca al día siguiente, Elena se quedó en cubierta hasta que la isla se convirtió en una silueta difusa en el horizonte. Pero sabía que se llevaba algo invaluable: la capacidad de encontrar silencio incluso en medio del ruido, de hallar quietud incluso en movimiento.
El Hierro le había enseñado que la verdadera soledad no era estar sola, sino estar tan completamente presente consigo misma que la compañía de otros se convertía en un regalo, no en una necesidad. Había aprendido que el silencio no era la ausencia de sonido, sino la presencia de paz.
Mientras el ferry navegaba hacia Tenerife, Elena ya sabía cuál sería su próximo destino. Lanzarote la esperaba, con sus paisajes lunares y sus lecciones aún por descubrir. Pero eso sería otra historia, otro capítulo en su peregrinación personal a través de el camino por las islas que estaban transformando no solo su comprensión del mundo, sino su manera de habitarlo.

¿ SABER MÁS ?
Te ayudamos a organizar tu peregrinación por El Hierro
Escríbenos !
▸ Incluye
▸ INTRODUCCIÓN
En este nuevo capítulo Elena explora la fuerza transformadora del cambio en los paisajes volcánicos de Lanzarote, aprendiendo que la destrucción y la creación son parte del mismo proceso vital
3. capítulo: LANZAROTE

Tres meses después de su experiencia transformadora en El Hierro, Elena aterrizó en Lanzarote con una sensación de anticipación mezclada con respeto. Lanzarote se extendía ante ella como la superficie de otro planeta: un paisaje de lava petrificada, cráteres volcánicos y una paleta de colores que iba del negro profundo al rojo óxido, salpicada por el verde vibrante de las viñas que crecían en la ceniza volcánica.
Esta vez había decidido alquilar una pequeña casa en Mancha Blanca, un pueblo que había sido testigo de las últimas erupciones volcánicas de la isla en el siglo XVIII. Quería estar cerca del Parque Nacional de Timanfaya, donde planeaba pasar la mayor parte de su tiempo explorando los Montañas del Fuego.
La casa era simple pero funcional, con muros de piedra volcánica y ventanas que enmarcaban vistas de un paisaje que parecía surgido de sueños febriles.
Esa tarde, Elena visitó la Fundación César Manrique, el artista local que había transformado la relación de la isla con su paisaje volcánico. La casa-museo, construida sobre cinco burbujas volcánicas, era un testimonio extraordinario de cómo el arte podía dialogar armoniosamente con la naturaleza más extrema.
Isla de Fuego ◂

Mientras recorría los espacios donde Manrique había vivido y trabajado, Elena sintió una revelación sobre su propia relación con el cambio. Durante años había resistido las transformaciones en su vida, viéndolas como amenazas a su estabilidad.
Pero aquí, rodeada por la evidencia de cómo la destrucción podía dar lugar a una belleza inesperada, comenzó a reconsiderar su actitud hacia la incertidumbre.
…La primera noche en Lanzarote la pasó en la terraza, observando cómo la luz del atardecer transformaba el paisaje árido en una sinfonía de colores que iban del dorado al púrpura.
Y al amanecer, Juanpe, un conocido taxista de la isla, la llevó hasta el norte para que admirara el extraordinário paisaje y la peculiar belleza del Mirador del Rio. Desde allí Elena inició su primera etapa caminando por el GR 131 de Lanzarote en dirección al sur.

A través de la ventanilla del coche, Elena iba observando un paisaje salpicado de casas blancas, dispuestas como perlas contra el basalto negro de la isla. Era un paisaje hermoso y magnético, de rara belleza, imposible de ser replicada en lugares más benignos.
Desde el Mirador del Río se extendía un singular panorama al archipiélago Chinijo, con la pequeña isla de La Graciosa como principal protagonista.
El camino llevaría a Elena a lo largo de los acantilados de Famara hasta alcanzar Haría, villa situada en un hermoso valle cubierto de palmeras centenárias.
Durante la visita a su mercadillo, Elena conoció espontáneamente a unos residentes extranjeros que habían encontrado en la isla un lugar de transformación personal. Había una artista francesa llamada Isabelle que había llegado a Lanzarote tras un divorcio difícil, un escritor alemán llamado Günter que buscaba inspiración para su próxima novela, y una terapeuta inglesa llamada Sarah que había decidido cambiar completamente su práctica profesional.
Todos vivían en Haría, alejados del trasiego turístico del sur de la isla. Decían estar en una nueva etapa de su vida que les permitía reencontrarse a sí mismos y canalizar positivamente la energía volcánica que la isla les transmitía.
Haría también fue el lugar escogido por Cesar Manrique en la etapa final de su vida. Hoy reconvertida en Casa-Museo, encontramos un lugar fascinante que refleja la faceta más íntima del célebre artista lanzaroteño. Se trataba originalmente de una antigua casa de labranza que Manrique comenzó a rehabilitar en 1986, convirtiéndola en su vivienda habitual hasta su fallecimiento en 1992.
La siguiente etapa llevó a Elena desde Haría hasta la Villa de Teguise, antigua capital de Lanzarote. Durante su ruta descubrió el Castillo de Santa Bárbara, una fortaleza del siglo XVI que hoy alberga el Museo de la Piratería.

La Villa de Teguise, con un rico património arquitectónico formado por palacios y casonas de la época de los primeros fundadores de la capital, entusiasmó a Elena. Una Villa que vivió episodios dramáticos durante el ataque pirata de 1586 y durante la erupción del volcán de Timanfaya en 1730.
▸Timanfaya: Montañas de Fuego
La visita de Elena al Parque Nacional de Timanfaya fue una auténtica revelación. El paisaje volcánico, con sus contrastes de colores y texturas, había creado una experiencia sensorial única que transformaba la simple visita en un viaje íntimo hacia las profundidades de la tierra.

Elena marchaba despacio por el camino señalizado, sintiendo bajo sus pies la textura áspera de la lava solidificada que crujía con cada paso. El silencio era absoluto, roto únicamente por el susurro del viento alisio que se colaba entre las formaciones rocosas.
Amenudo, Elena se detenía para observar los colores que se desplegaban ante ella: rojos intensos, negros profundos, ocres dorados que se transformaban según la posición del sol. Era como si la naturaleza hubiera decidido pintar con fuego sobre un lienzo infinito.
Los cactus y las pequeñas plantas suculentas que crecían entre las grietas de la lava le mostraban la tenacidad de la vida. Estas especies habían aprendido a sobrevivir en condiciones extremas, adaptándose a un entorno que muchos considerarían hostil. Elena admiró su resistencia y la capacidad de encontrar belleza y propósito incluso en los lugares más desolados.
En el Centro de Visitantes conoció a María José, una geóloga local que trabajaba como guía interpretativa. Era una mujer de mediana edad con ojos brillantes y una pasión contagiosa por la historia volcánica de su isla.
▸Lanzarote es un libro abierto sobre la fuerza creativa de la Tierra —le explicó María José mientras caminaban entre formaciones rocosas que parecían esculturas abstractas—. Aquí puedes tocar literalmente el momento en que nuestro planeta se reinventa a sí mismo.
Elena se sintió inmediatamente atraída por esa perspectiva. Durante su tiempo en El Hierro había aprendido sobre la quietud y la introspección. Ahora, en Lanzarote, estaba siendo invitada a contemplar la fuerza creativa del cambio, incluso cuando ese cambio surgía de la destrucción.
▸Las erupciones de 1730 a 1736 destruyeron once pueblos —continuó María José, señalando hacia los conos volcánicos que se alzaban como monumentos a la potencia de la naturaleza—. Pero también crearon toda esta nueva tierra. La destrucción y la creación son parte del mismo proceso.
En La Geria, la región vinícola de Lanzarote, conoció a Fernando, un viticultor de tercera generación que había dedicado su vida a cultivar uvas en uno de los entornos más hostiles imaginables. Los viñedos se extendían como un paisaje surrealista: cada planta protegida por muros semicirculares de piedra volcánica, creando un patrón geométrico que se repetía hasta el horizonte.
Elena ayudó a Fernando aprendiendo a trabajar un terreno que inicialmente parecía inhóspito. Cada planta requería su propio microclima, cada racimo era el resultado de una lucha constante contra las condiciones adversas. Era una metáfora perfecta de resiliencia.
▸Mi abuelo solía decir que aquí no cultivamos uvas, cultivamos milagros —le contó Fernando mientras le mostraba cómo las vides hundían sus raíces profundamente en la ceniza volcánica en busca de humedad—. Esta tierra parece muerta, pero está llena de minerales que dan a nuestros vinos un sabor único en el mundo.

▸¿Nunca has pensado en buscar tierras más fáciles? —le preguntó Elena una tarde, mientras descansaban bajo la sombra de uno de los muros de protección.
Fernando se rió, un sonido cálido que contrastaba con la austeridad del paisaje.
▸¿Para qué? Aquí he aprendido que las cosas más hermosas surgen precisamente de las condiciones más difíciles. Mis vinos no serían los mismos si los hiciera en tierras fértiles. La dificultad les da carácter.
▸ Etapa Final: el camino a Playa Blanca
Elena ajustó las correas de su mochila mientras contemplaba los últimos edificios blancos de Yaíza desvanecerse bajo el sol matutino. La brisa atlántica acariciaba su rostro, trayendo consigo el aroma salino que ya anunciaba la proximidad del océano. Ante ella se alzaba la silueta rugosa de Los Ajaches, una cordillera volcánica que prometía revelar los secretos más antiguos de Lanzarote.
Los primeros pasos la llevaron por el camino pedregosos donde la lava petrificada contaba historias milenarias. El paisaje lunar se extendía en todas direcciones, salpicado por los verdes rebeldes de las tabaibas y los cardones que desafiaban la aridez con su tenacidad insular. Elena sintió cómo sus pulmones se llenaban del aire puro de la montaña mientras ascendía por las laderas que guardaban el corazón volcánico de la isla.
Al alcanzar las alturas de Femés, el pueblo apareció como un oasis de cal y tradición entre las montañas. Elena se detuvo en la pequeña plaza, donde el tiempo parecía haberse detenido hace décadas. Las casas encaladas reflejaban la luz del mediodía con una pureza que la cegó momentáneamente. Bebió agua fresca de su cantimplora mientras observaba a los ancianos del pueblo que la saludaron con la calidez característica de los isleños.
El descenso hacia Playa Blanca se reveló como una metamorfosis gradual del paisaje. Las rocas volcánicas cedían paso a formaciones más suaves, y el azul del Atlántico comenzaba a brillar en el horizonte como una promesa cumplida. Sus piernas, ya cansadas pero decididas, la llevaron por el camino serpenteante en donde las gaviotas comenzaban a aparecer como heraldos del océano cercano.
Playa Blanca la recibió con el abrazo cálido de sus casas marineras y el murmullo constante de las olas. Pero Elena sabía que su aventura no había terminado. Las playas de Papagayo la esperaban como el premio final de su odisea.
Cuando finalmente se sumergió en las aguas cristalinas de Papagayo, rodeada de acantilados dorados y arena volcánica, Elena comprendió que no había caminado simplemente por un sendero. Había atravesado los estratos del tiempo, desde los volcanes primordiales hasta las playas donde el fuego se encontraba con el mar en una danza eterna de creación y serenidad.


▸ La despedida
Al día siguiente, en su vuelo de regreso a Barcelona, Elena reflexionó sobre lo que Lanzarote le había enseñado. Si El Hierro había sido sobre aprender a escuchar el silencio interior, Lanzarote había sido sobre abrazar la fuerza transformadora del cambio. Había aprendido que la resistencia era fútil no porque fuera débil, sino porque la vida misma era una fuerza creativa constante que requería flexibilidad para ser verdaderamente vivida.
Mientras el avión sobrevolaba el paisaje lunar de la isla, Elena ya sabía que su próximo destino sería hacer el camino en La Palma. Había oído hablar de su exuberante naturaleza, de sus bosques brumosos y de sus tradiciones ancestrales. Sería otro tipo de lección, otra faceta de la sabiduría que las Canarias parecían estar dispuestas a enseñarle.
Pero eso tendría que esperar. Primero necesitaba tiempo para integrar lo que había aprendido sobre la belleza que podía surgir de la aparente destrucción, sobre la fuerza creativa que residía en abrazar el cambio en lugar de resistirlo.
¿ TE GUSTÓ ESTA HISTÓRIA ?
Elena prepara nuevas rutas a través de senderos legendarios
Escríbenos ! Te mantendremos informado de sus aventuras !
VIAJES SIMILARES A LOS DE ELENA:
▸ El Camino: consideraciones
Marina cerró la puerta de su casa y miró hacia adelante. El camino se extendía serpenteante entre los robles centenarios. Había decidido que el camino la llevaría hacia su nueva vida, lejos de los recuerdos dolorosos. Cada paso sobre el camino de piedras irregulares resonaba como un latido. El camino parecía susurrarle secretos ancestrales mientras avanzaba. A medida que el camino se bifurcaba, Marina recordó las palabras de su abuela: “El camino siempre te muestra lo que necesitas ver.”
El camino ascendía ahora hacia las montañas. Sus botas conocían bien el camino, pues había caminado por el camino durante años en sus sueños. El camino era más que tierra y rocas; era esperanza materializada. Al atardecer, el camino la condujo hasta un claro donde una cabaña antigua esperaba. El camino había cumplido su promesa. Marina sonrió, comprendiendo que el camino no termina nunca realmente. El camino simplemente se transforma, como ella misma. El camino la había traído a casa. El camino era, al final, el destino mismo. El camino había sido perfecto. El camino era vida pura.